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miércoles, 10 de agosto de 2011

Auld Reekie

     "El que olvida su propia historia, está condenado a repetirla"    -Sir Walter Scott-
      
     Debo de ser masoca, porque lo que yo quiero es repetir esta historia.
     Debería empezar a olvidarla si lo que quiero es repetirla.
     Dejaré aquí, en estas lineas, los últimos retazos o... eso espero.


     Para los que no conozcan la "Vieja Chimenea"; ese es el significado del título, les diré que se la llamaba así puesto que en épocas pasadas y en días de mucho frío, eran innumerables las chimeneas que expulsaban al cielo Escocés el hollín de sus maderas quemadas, haciendo del horizonte una auténtica cortina de humo, recreando, más si cabe, el encanto de esta ciudad. Dicen que esta humareda caliente, se mezclaba con la humedad fría y se convertía en un mar de niebla, lo más parecido al de su hermana Inglesa. Y éste era el escenario perfecto para la cantidad de historias, ciertas y no, que de esta ciudad se cuentan. 
     Algunas fábulas, otras leyendas, quizás la mayoría sean reales, tal vez con algo de hipérbole que enfatice aún más el relato histórico.
     Lo realmente cierto, es que la ciudad sí parece sacada de un cuento....os lo cuento.


      Lleva una capa. No es azul, ni es de tartán. Es simple, lisa, negra. Cuando sale de su refugio lo hace dubitativo, temeroso, receloso. Tiene miedo a ser descubierto. No huye de nadie. Nadie le busca. Ése es el objetivo; que no le encuentren.
      Recorre el adoquinado y húmedo suelo, hace rato que dejó de llover. De todas formas él se protege con un sombrero de copa, y de esa manera, oculta más si cabe su identidad. 
     Anda despacio, pegado a las fachadas, de forma que siempre tenga un flanco cubierto. O por si en algún momento, tuviera que introducirse de repente en alguno de los Closes. Cada vez que cruza uno, disminuye el paso y observa dentro detenidamente, vigila que de alguno aparezca alguien al que no esperaba.
     De la iglesia de Giles salen aldeanos que han pasado allí la tarde. Buscan unas palabras de aliento, un consuelo, un descanso, un cobijo, algo de esperanza. Se resguardan, de paso, de una tarde de perros.
     Ahora el Padre ha finalizado su homilía, ha terminado su cometido. Abandona el altar y se dirige a la sacristía, allí, recogerá sus pertenencias y dejará la Catedral. Los feligreses resignados salen cabizbajos del templo, meditando sobre el capitulo del que hoy les ha hablado el sacerdote, dudando de su veracidad, preguntándose cuanto de cierto hay en todo lo que el cura les ha contado. Están en estas cavilaciones y no prestan atención a la figura que se apoya desgarbada en la cruz que enarbola la Merkat. Pasa desapercibido, solo unos pocos se percatan de su presencia. No saben quién es, qué hace allí, qué busca o, qué quiere. 
     El hombre de la capa espera a que todos se hayan alejado, tiene paciencia, no desespera. Ha llegado el momento que estaba esperando. Cuando la última de la mujeres que habla en el pórtico con el padre se aleja, él, se descubre, se retira la capa y alza orgulloso la cabeza dejando ver, ahora sí, su desafiante rostro. 
      Levanta el ala del sombrero con los dedos índice y pulgar, a modo de saludo, y con la más maléfica de las sonrisas se dirige al pastor de cristo. -Buenas noches John, he vuelto.
     El sacerdote que en esos momentos cerraba el portón de la iglesia, gira sobre sus pasos desconcertado, sin saber qué ha oído, y sobre todo, quién lo ha dicho. Distingue en frente suyo, a un hombre alto, fuerte; parece que va cubierto con algo que a él le parece una sabana; será un pestoso que viene a que le de la extremaunción, piensa. Se quita las diminutas gafas y con la sotana desempaña el relente que, al contraste del frío con el cálido de su recinto, ha producido en ellas. Cuando se las vuelve a poner y sus desgastados ojos se adaptan a la nueva imagen, John ya a adivinado quién es el personaje de la capa negra.


     Leiht no es un gran río, y por lo tanto no provoca un gran lago, es por eso que a la mañana siguiente el cuerpo sin vida del padre John es encontrado a primera hora por una mujer que busca en los albores del día, ser la primera en colocarse en una posición idónea para la tarea de lavandería. 


     Las chimeneas ahora expulsan sin parar todo lo que en ellas se arroja: troncos, hojas secas, basura, desperdicios, pequeños animales muertos y toda clase de restos cotidianos inimaginables. Ésto, hace que el ambiente y la respiración sean insoportables. La población convive con ello sin importarle no mucho más que cualquiera de las otras ocupaciones que en el día a día tienen que sufrir.
     Una de esas chimeneas es azuzada por Desmond Hugh. Lo hace con total lentitud, observando detenidamente el crepitar del los troncos, las vertebras de las llamas, las volutas del humo, las níveas pavesas. En el quicio del fogón tiene colocado un bastón. El mango es una cabeza de león con las zarpas en alto. Justo abajo, un brazalete de plata porta una leyenda del Clan al que pertenece.
     Desmond nunca acarrea con la madera ni con ningún otro material combustible para el duro invierno, es su ayudante el que se encarga de esta ardua tarea.
     El taburete en que descansa mientras atiza el rescoldo, es de olmo todavía verde, se aprecian las vetas en las tres patas, unidas con cuerda de pita y ancladas con clavos de puro cobre. En la silla de al lado tiene preparado su traje; una capa de cachemira oscura, casi negra, y un acopado sombrero, legado de la realeza Escocesa.
     Hugh, no quita ojo a los restos de lumbre, que en esta ocasión sí ha preparado él, material incluido. Acelera los movimientos y empieza a impacientarse. Hace ya más de veinte horas del suceso y aún no se ha podido desprender de las pruebas. No le preocupa su captura, no le asusta un posible linchamiento, no se inquieta ante la posibilidad de un testigo, no teme a nada ni a nadie. Su única obsesión es deshacer todo vestigio de aquel viejo gregoriano, aquel que en su día descubrió y mostró al mundo su gran secreto.
    
     El ruido de la puerta al cerrarse de golpe es firme, ocasionado por la corriente de viento que entra por la ventana abierta para evitar la acumulación de aire nocivo. El portazo devuelve de nuevo a la realidad al hombre de la capa negra, le lleva a prestar, otra vez, atención a la vieja chimenea. Esta vez la mira con total desprecio, sin quitar la vista a uno de los bordes, lo hace con odio, con ojos impregnados de furia y la mano asiendo con toda la fuerza que es capaz el atizador, que esta vez, remueve a toda velocidad.
  
     Dos aros encarnados, al rojo vivo, incandescentes; se resisten a ser devorados por un fuego cada vez más débil, no quieren descender al averno, al infierno al que Hugh pretende enviar al viejo sacerdote. Cuyas gafas, ahora, le miraban desde la pira como auténticos ojos de diablo, fuego puro, pura maldad.....absoluta venganza.


      
     
     

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