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viernes, 23 de agosto de 2019

Polinización



      Ya están ahí, seguro, revoloteando por todas las flores. Saltando de planta en planta como si fuera un parque temático floral. Lo hacen con exasperación, con ansiedad... por pura monotonía. Y mientras ellos eligen qué sabor degustar, como si del escaparate de una confitería se tratase, yo sigo aquí. 
     Y no hago si no imaginármelo. Creyendo escuchar su zumbido, su imprevisible aleteo, incluso me golpeo repetidamente los brazos sintiendo un leve picotazo imaginario.
     Las huestes terrestres son ellas, pequeñas camaleónicas  prehistóricas que, con rabo o sin él, coronan todo tipo de roca: caliza, arenosa, granítica; da igual, mientras el lacerante sol las corone. 
     Sus parientes más próximos en la escala evolutiva descansan agazapados en los infinitos rincones de ese vergel que tanto esfuerzo costó construir, para cuando llegue la noche salir a hacer su ronda nocturna y limpiar, para disfrute gastronómico suyo, todo tipo de insectos que por el día se hayan rezagado. Lo harán bajo la atenta mirada de los Nazgul, que sobrevuelan la noche estival con el único objetivo que dar cuenta de los restos que las escalofriantes Salmantinas se dejan a su paso.

     Y por su puesto... yo sigo aquí, mientras ese algarabío, en esa diminuta biosfera a escala menor, acontece y recrea la cadena alimenticia más precisa que se conozca. Porque no es solo a nivel insecto-reptiliano, sino que cuando en su afán por devorar todo tipo de flor y convertir su fruto en desperdicio, acuden a por esa carroña frutal los pequeños topillos o ratones de campo, que a su vez alimentan a las culebras o serpientes comunes que a su vez son pasto fácil para las águilas o buitres. 

     Y yo estaba ahí, tumbado en una hamaca, intentando descifrar o diferenciar un OVNI de un avión, o de un satélite artificial. Intentando comprender la Teoría de la Relatividad General creando puntos imaginarios en las estrellas, y de paso valorando qué sería más fácil, si un viaje al pasado o uno al futuro, teniendo en cuenta que la observación de ambos ya es posible. 
     Luego un ruido o un roce me sacaba de mis ensoñaciones, o una lágrima del Santo Lorenzo hacía olvidarme de aquello para estar más atento, si quería ver de dónde salían, la próxima vez.
     Y me hipnotizaban. Y su masa brillante me mareaba incluso. A esa altura creía ver la vía láctea, o tal vez fueran estrellas sin Lactosa, que para observarlas perfectamente debiera limpiar de manera pulcra el telescopio, o ponerme guantes de látex sin polvo, o quitar la primera capa estelar porque esta pudiera estar contaminada.  

     Y ahora ya estoy aquí. Lavándome las manos, desinfectando y casi esterilizando todo utensilio como si de un quirófano se tratase, porque sé que está al llegar, lo presiento, lo intuyo, porque son las 11 y... es domingo.