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miércoles, 13 de mayo de 2015

Los Jarales



     ...y el aire golpea con fuerza la cabaña, las cortinas llaman a la puerta, no quieren entrar, solo esperan que tú salgas a fundirte con ese abismo que se cierne sobre un mar de árboles que, ahora, parece extenderse hasta el infinito; un cielo gris cobrizo, con forma de algodón dulce infernal, apretuja al silencio y le saca todo tipo sonidos fantasmales: crujir de la madera, esa madera con olores y matices casi únicos que bien podían ser los que encierran años y años de historia, siglos de realeza o vivencias bélicas en un castillo conservado para su exposición. Chirriar de una puerta, aleteo de aves en su nido alar, y al fondo esas olas de oscuridad tenebrosa que chocan con las rocas de verdín musgoso, una sinfonía de cantos indescifrables, donde una multitud de gargantas de dudosa procedencia nos recita, como si de un coro animal mestizo se tratase, la perfecta melodía funesta, esa que hará que nuestra primera noche sea ... mágica.
                        




































 ... a la mañana siguiente todo había acabado, los miedos, las dudas; todas habían desaparecido, se habían volatilizado. Su lugar lo ocupaba una encina centenaria, una estepa repleta de flores de todos los colores, pastos ricos de comensales, un resplandeciente cielo azul que se estrella violentamente contra las piedras que moldea a capricho, y... ella, esa curiosa planta que sale de todos los sitios, que emana un olor peculiar, que se protege con aceite solar porque es así de coqueta, que escupe de entre sus timidas ramas la flor más bonita de todo el complejo, de toda la sierra: La jara, la pequeña planta que da nombre a ese enorme paraíso toledano.