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martes, 17 de mayo de 2011

Humo de segregación

     Fue un ruido ensordecedor, el picaporte de hierro chocó violentamente al cerrarse la puerta de madera maciza reforzada con travesaños de duro metal. Encima, justo pegado al techo, una diminuta ventana que servía de respiradero coronaba el terrorífico portillo. Estaba compuesta de barrotes de hierro fundido también, remachado con enormes tornillos que imposibilitaban la escapada, la mínima posibilidad de huida.
     Dentro el olor era nauseabundo; al respirar, diminutas esquirlas de paja que habían servido de sustento para la vacas, se introducían en la garganta, dificultando la escasa posibilidad de aspirar aire limpio, oxígeno puro. Las bocanadas de hedor a orín, junto con el tufo de las éces convertía la estancia en algo más digno de animales que de personas.
     En el rincón junto a la puerta, un cubo de madera agujereada con el asa oxidada, contenía el escaso líquido potable que tenían que compartir todos en el eterno y extenuante viaje. En él apenas había agua, alguien lo había utilizado como improvisada letrina. Alguien cuyo pudor impidió hacer las necesidades intimas en pleno suelo, en medio de aquellas personas desconocidas, pero con las que se estaba compartiendo la experiencia más personal y vejatoria que jamás habían tenido. El más veterano de todos, el que más cordura mantenía en esos terribles y desconcertantes momentos, asió el cubo e intentó mantenerlo alzado junto una de las grietas del techo por donde se colaba alguna sucia y descolorida gota de agua que provenía de los mangerazos con que habían rociado el vagón para mantener una temperatura digna, una ocurrencia que tuvo el más santo de aquellos inhumanos demonios. Cuando apenas tenía un tercio del mugriento recipiente lleno, un tirón de la locomotora en pleno arranque, esparció por la cabeza todo su contenido, más porquería que agua, más denigración sobre si mismo, más desesperación, más de lo mismo.
     Afuera risas. Música clásica de megafonía. Hastío, aburrimiento, monotonía, ordenes acatadas, deber cumplido. Botas de cuero reluciente, galones y medallas merecidas lustradas al amanecer. Uniformes limpios, planchados, inmaculados. Golpes de fusta a la suela del borceguí como único entretenimiento aparte del de observar cómo las bestias encerradas luchaban ansiosas por sobrevivir dentro.
     El judío reza lo que sabe, a quien le pueda escuchar, duda de su existencia, pierde la fe que se evapora por una de esas rendijas de libertad. Llora todo lo que puede, más de lo que debe, su agonía se eterniza creando en su interior un Vellocino de oro. Dudando de su origen, sopesando su credo, acatando su castigo. Esperando su destino. Deseando el final. Anhelando el desenlace que dé fin a esta pesadilla irracional.
     Su Dios lo ha escuchado, el tren del terror se pone en marcha. La ruedas chirrían contra la vías confundiéndose con las risas de los soldados, ellos también esperaban ese momento, ahora podrán marchar a casa, a reunirse con su mujer e hijos si los tuvieran. A degustar una copa de coñac, a escuchar algo de plácida y relajante música, a observar desde su balcón los arbustos de su jardín, de su edén particular.
     Lejos de allí, en el vagón del miedo, los chillidos, llantos, lágrimas y ahora jadeos de bebés, se hacen cada vez más patentes. El ruido del infierno llena por completo todo el habitáculo. Solo se respira muerte, solo a ella se la escucha. Golpea desde fuera la guadaña contra los cierres metálicos provocando el chirrío tortuoso. El judío se aferra con desesperación a la vida, a lo que le queda de ella. Se acurruca sobre si mismo, en cuclillas, mirando a su alrededor, viendo como los demás abren la boca y gesticulan, chocan entre ellos; pero no los oye, el sonido del vaivén del ferrocarril se a instalado en su cabeza, tan solo escucha su traqueteo, su corazón.. su última plegaria.

     Una nueva mañana florece. Es irónico. Algo que nace en ese campo de óbito. El paisaje dibuja dos lineas tangentes, dos lineas férreas que buscan su punto de unión, una conexión que las une al final, al principio, a la entrada del exterminio. Ahora todo es silencio, se acabaron los gritos, ruegos y lamentos de la noche anterior. Se disiparon las dudas, se finiquitó el temor. Ahora todo es pasado, pero solo para ese vagón.
    
     El comandante saborea un delicioso café y unas exquisitas tostadas con mantequilla y mermelada que llenan de aroma matinal el salón de su palacete. Acaba de levantarse, la jornada anterior fue dura, bastante ajetreada. Aziele, la joven polaca de origen hebreo, le ha preparado el desayuno con toda su entrega a la hora señalada. Es lo único que se espera de ella, lo poco que se le exige para seguir viviendo. El avezado oficial se lo agradece con una sonrisa y un gesto cordial. Se levanta para abrir el ventanal y que la naturaleza viva entre en él. La mañana no es del todo brillante, ni soleada, está más bien plomiza; se desanima. Se estira la noche de encima y respira profundamente, nota algo extraño, un olor desagradablemente inconfundible. La chimeneas de las cámaras no han parado en toda la noche, y el humo negro tiñe su cielo azul. Huele a gaucho, a vertedero. Huele a segregación.

     No hay tiempo para divagaciones. Su nueva jornada comienza, para él sí hay otro día, ellos deciden quién es merecedor de otra oportunidad. El sonido de un pitido a lo lejos avisa que otro vagón está al llegar, los soldados se preparan, forman grupos, van a la carrera, más gritos de ordenes ininteligibles. Las calderas se precalientan, las puertas del infierno de Auschwizt se vuelven a abrir, un nuevo tren asoma por ellas.
    
        La muerte lo cabalga; y el infierno lo seguía...
    

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