Empieza el sonido.
Suenan los primeros acordes.
Se nubla tu mente y se encoge el corazón.
Y ahí están los pífanos y timbales, dejando su huella.
Y el quejido puro de su voz ilumina el espacio en el que te encuentras.
Y solo veo carretera, asfalto; solo veo monte, árboles y barbecho; solo me cubro con el cielo y sus nubes, y deseo que rompan en modo de llovizna... o no, pero que orvalle, que mis ojos no sean los únicos que hoy anden cristalizados.
Y suena a duna, a piel de naranja, a sirga y a tomillo; a lápiz a tuerca y a tinta.
Y todo se convierte en teatro, sin alma, o lo tiene... pero es de papel.
Y huele a mar, a pescado, a arroz marinero... sin espinas.
Pasea el gato, sin presa, huye veloz de la fábrica, directo al vertedero, para buscar el verdadero amor, el de las aves del amanecer o el de la leña que hoy va a arder.
Son estrofas limpias, como la nieve. Cortos, que transcurren entre el alba y el crepúsculo.
Saben y huelen a fresas y por qué no... a jazmín.
Se nublan por el humo del incendio, se desnudan los árboles embadurnados de incienso, desprotegiendo de deidad a la encina, dejando gris el olivar... y no crecerá más la hierba, en su puesto habrá hollín y polvo, sin memoria... ardiendo, como no podía ser de otra manera, pero sin llamas.
Se convertirá el felino en Zorra, la parra vieja, dando vino profano y dulce, y dormirá entre juncos o bajo el olivo.
Y mientras todo eso ocurre en mi cabeza, él sigue cantando, de nuevo, algo distinto, o casi.
Me sacuden los recuerdos, de días felices que extraño, de otra época no tan lejana.
Cuando todo era posible... y nadie era más que nadie.
Otro disco, otra vez... vuelvo a caer.
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