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lunes, 30 de enero de 2012

Cadul

     .....Vapor, a 40º, el chorro de caudal caliente empaña absolutamente todas las cañerías, el espejo no refleja nada, solo vacío, niebla, vaho que inunda el baño en su totalidad. El grifo a metro y medio no deja de caer. Introduce la cabeza debajo con el fin de limpiar su alma, borrar su memoria, desvanecer su imagen; que se evapore por la rejilla extractora. No puede. Su rostro le sigue, su tiritona le taladra la cabeza, la noticia persiste aún en su mente. Apoya los brazos doloridos en el mármol, respira hondo e intenta finalizar su ducha. A su lado, en la mampara, una carrera suicida de gotas por lograr ser las primeras en llegar al final hacen surcos curvados sobre el cristal, dejan su huella, crean incluso jeroglíficos indescifrables. Después de varios minutos todas están en el vértice de porcelana, se han derrumbado de golpe, en un instante, como sus lágrimas, que ahora son un torrente imparable de tristeza, angustia y soledad por esa irremediable perdida.....



    Mucho era suponer. Pero se veía venir. El tiempo le seguía los pasos desde hace meses. Le acosaba como él lo hacía antes, a la carrera, sorteando todo tipo de obstáculos. Al final fue presa, cuando antes había sido cazador.
     Primero fueron sus ojos, luego su enorme olfato, más tarde su magnífico oído; pero la venganza no quería ser sutil, rápida e indolora, no, quería resarcirse de todas aquellas vidas que se había llevado por delante, por eso después atacó a sus patas, y poco a poco iba debilitandoselas hasta que  le fue imposible levantarse y convertirlo en una caricatura de si mismo, un harapo, una piltrafa, un rostro enfermizo en un cuerpo raquítico. Un espíritu vencido, un perro abatido.
     
     Le llamaban Bill, era su nombre de guerra. Y era allí donde se mostraba tal y como era, para lo que había sido entrenado. Para el campo de batalla, para el cruce de disparos, para el aleteo de aves y quiebros lagomorfos.
     Tres lustros o más le contemplan, tres o más generaciones. Más de tres refugios conoció, en tres o más vehículos se monto y otras tantas tierras monteó.
       Perro mimado, el preferido de ella; el más acariciado, el  más cobijado, el más venerado. Apenas conoció el frío, el hambre, el calor extremo. Pocas veces tuvo algo que compartir. Celestina contemporánea, zalamero y desconfiado. Noble, independiente y fiel.
     Calentaba los pies en invierno, refrescaba su tripa a la llegada del verano escondido bajo la cama. Él también tenia miedo, como yo, huía de sus fantasmas, de sus temores, de sus sombras, buscaba protección en la oscuridad de la habitación y allí, protegido por un montón de iconos, escapaba de la rutinaria vida semanal. Aveces por las noches, incluso en alguna tarde estival donde la siesta era casi obligada, se le oía soñar, lo hacía en alto, luchaba contra sus pesadillas; un conejo que se le escapaba, una liebre demasiado hábil, una pelea con algún dogo más fuerte que él, o tal vez solo era miedo, miedo al abandono, a la falta de cariño, a la ausencia de afecto, a no ser correspondido por eso que a "ellos" les sobra, les viene de serie, les es innato: Amor a fondo perdido.
     Su sonrisa. Todavía la recuerdo, me parece verla aún. Un gesto confundido y acompañado por un meneo negativo de cabeza, que en ocasiones nos hacía dudar si reía o gruñía. Posesivo, rancio, seco. Con sofá propio, cama a medida y costumbres fijas.
     Los últimos años los pasó en un garaje, como un coche viejo al que ya nadie quiere montar. Una reliquia de coleccionista oculta sólo para los grandes eventos, estos que él nunca más viviría, esos que pasaron a mejor vida, al baúl de los recuerdos. Un arcón que guarda algo más que una escopeta, una canana, un pellejo de odre y unos cartuchos mojados, inservibles. Se cerró hace tiempo, y sin saberlo él ocultó allí también su esencia, su raza y parte de su casta. El resto lo conservó y lo fue dosificando poco a poco, a medida que su mermado cuerpo lo iba necesitando, sacando fuerzas de no se sabe dónde, arrestos y unas últimas bocanadas de aliento tenaz.
     Duerme entre patatas, verduras varias, bidones de aceite, cajas de leche, juguetes infantiles y trastos inútiles. Lo hace sobre una manta con tantas o más vidas que él. Su señero premio es un cuenco de agua y otro de triskis simples como la vida que ahora le rodea, la oscuridad que le envuelve, la soledad que le vigila adosada al otro lado de la ventana. Está encerrado.
     Ya nadie le recuerda, nadie rememora sus hazañas, nadie vitorea su nombre, ya no oye el grito con aliento de su apodo de guerra, nadie le hostiga, nadie le incita a que siga corriendo, siga buscando, siga desmenuzando esa boca, esa aulaga, esa maraña. Todos son veteranos como él. Abandonaron su lucha antes incluso. Son libros de recuerdos, con sonetos de batallas, discos viejos con canciones repetitivas que nadie recuerda, que aburren a otros, que suenan a fabula a los más jóvenes. Pero existió, vaya si lo hizo, ocurrió tal y como lo cuento. Fue el más grande, el más constante, incansable, el Bill, para nosotros Cadul.

     No se atreven a varear ese olivo. Excusas de que están verdes, como dijo la zorra, que están pochas o que son pequeñas, o simplemente saltan de acebuche. Lo hacen a conciencia, a sabiendas que debajo se oculta su cuerpo y merece un respeto. Un pequeño culto a su alma, a su recuerdo, ese que miraba con gesto fruncido, entre risa y gruñido.  No es un olivo más, es el humilde panteón de esa familia de cazadores, de esa estirpe única de perros cetreros que dieron su vida con un solo objetivo, por una sola razón: ser fieles a su amo y entregarles todas y cada una de las gotas de su sangre. 
     Abandonan el campo cargados con todos sus aperos de vareo, sacos y demás utensilios de recogida. Van cansados, llenos de barro, ropas sudorosas y frente tostada; gorra calzada en la nuca y pantalón caído. El coche vira hacía la cuesta y se encamina a la carretera de cantos y tierra sin asfaltar, directos al pueblo, al calor del hogar. Antes de dejar definitivamente el lugar, toca instintivamente el claxon y de manera mágica le parece ver a Cadul salir de  entre los árboles.....


.....corre desesperado, lo hace raudo, ligero como el viento que le recorre el lomo acariciándolo, husmea cada encina, cada arbusto; sigue a una despistada liebre, ahueca el vuelo de un joven bando de perdices, un grupo de palomas huye aterrorizadas por su presencia; es el Cid de los canes y ellas lo saben. En su cabeza suena un inexistente e imaginario tiro, se para, afina el olfato y adopta la pose clásica de alerta, se clava inerte y marca la pieza. 
     
     El conocido vehículo se aleja, su imagen se desvanece para siempre. La suya también lo hace, la tierra se lo traga, lo quiere para si, lo custodiará allí y lo protegerá para el resto de la eternidad.
      
                                        
                                           Cadul. 28-Oct-2011

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